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Periodismo deportivo
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LUGARES SAGRADOS

Periodismo deportivo

JUAN BONILLA

Viernes, 17 de marzo 2006, 01:00

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QUE el deporte se ha ido imponiendo entre nosotros como referencia inapelable -como termómetro, como fábrica de héroes, como templo- es cosa que ya no hay quien discuta y que no necesita de estadísticas del tipo «los jóvenes españoles quieren ser Fernando Alonso» para ser probadas. Una de las más claras influencias del deporte en nuestra vida cotidiana es el modo en que la prensa deportiva ha filtrado sus maneras en la prensa de información general.

La prensa deportiva, como sabrá cualquiera que se haya asomado a ella, nunca ha necesitado del disfraz de la objetividad porque los periódicos nacían al amparo de un equipo determinado, nacían para ofrecerse como canal de comunicación de ese equipo, sustentados por el hecho de que quienes los hacían, antes que periodistas se consideraban a sí mismos grandes hinchas del equipo en cuestión.

El criterio de objetividad se dejaba para el crucigrama, o secciones parecidas, donde es difícil -aunque no imposible- que se produzcan discusiones. Yo recuerdo que el día después de que el Barcelona goleara por cinco a cero al Real Madrid, el 'Sport', diario catalán y barcelonista, imprimía una mano con los cinco dedos extendidos y unas grandes letras que decían: «Cinco», y el subtítulo era: «Les aplastamos». «Les», nosotros a ellos. Sin trampa ni cartón. Entre otras cosas porque se daba por hecho que quienes compraban el diario, a aquellos a quienes se dirigían los periodistas, eran tan hinchas del equipo blaugrana como ellos mismos.

De ahí también que un ataque del periódico a alguien -directivo o jugador- del equipo al que se defendía tuviera una fuerza mil veces mayor que la que tenía el ataque a algún directivo o jugador del equipo rival, por la sencilla razón de que estos se daban por hecho, eran «naturales», tenían el sentido de una burla a quien está lejos y en ningún caso atenderá nuestras recriminaciones, mientras que los primeros eran llamadas de atención que se hacían para mejorar el rendimiento de «nuestro equipo», y por lo tanto la propia afición lo iba a tener muy en cuenta.

Poco después el Real Madrid devolvió la goleada al Barcelona, y otra mano apareció en la portada de un periódico, pero esta vez de un periódico «del» Madrid, con una pregunta debajo: «¿Cuántos eran?», y el mismo subtítulo: «Les aplastamos». «Les», nosotros a ellos. Convertidos casi en órganos de propaganda que dedican páginas y páginas a los laberintos de una organización gigantescas, y se para en los susurros de vestuarios y en las inefables ruedas de prensa llena de balbuceos de los futbolistas, los periódicos deportivos se formulan como el puente que conecta al equipo con su afición, y quien pise ese puente sin sentir los colores del equipo se sentirá perdido o como mucho disfrutará del espectáculo echándole al producto unas gotas de humor que el producto no tiene.

Cuando esto se transplanta a la información general se llega a un terreno peligroso. La identificación de los periódicos con organizaciones políticas puede ser justificada por el hecho de que los periódicos deben tener ideología -aunque se pase por alto el hecho de quienes ya no parecen tener ideología sean las organizaciones políticas-. Pero esa identificación lleva a recordar aquellas palabras con las que Carl Schmitt empezaba su libro «El concepto de la política» -que no por haber sido escrito por el jurista del nazismo ha dejado de pronunciar con insolencia sus más rotundos aforismos-, en las que venía a decir que los conceptos esenciales de la política de nuestro tiempo eran 'amigo' y 'enemigo', reduciendo todo lo demás a verborrea para disfrazar una realidad tan simple.

'Amigo' y 'enemigo' son conceptos que superan -y que no reconocen forzosamente- a otros combatientes clásicos y caducados, como 'bien' y 'mal' o 'Belleza' y 'Fealdad'. Quiere decirse que no tiene el 'amigo' que ser propietario del 'bien' ni estar investido por la 'belleza', sino la oportunidad de colocarse en el lado adecuado para servir a nuestros intereses, en la misma medida que el enemigo -que puede ser 'bello' o estar movido por el 'bien'- lo es sencillamente porque se encuentra al otro lado de la cancha, defendiendo intereses que no nos favorecen.

Así las cosas se ha llegado a este momento en el que los medios de comunicación y los periódicos de información general tienen claros quienes son sus amigos y quienes sus enemigos, y todos los hechos que la realidad va suministrando para que se informe acerca de ello son tratados convenientemente de acuerdo a esa seguridad de que a los amigos hay que justificarlos y a los enemigos atacarlos. Porque ahí detrás de todo, está la afición, el estadio lleno, la hinchada que lo que quiere es precisamente un titular en que se sienta protegido e identificado («Les aplastamos»). Así que basta con que uno diga qué periódico lee para que se le identifique con unos colores -futbolísticos o políticos- y por tanto a qué otros colores detesta (porque al parecer el amor por unos colores viene acompañado sin defecto por el odio del contrario: no se puede dar el «amigo» sin que inmediatamente le crezca bajo las suelas de los zapatos como una sombra «el enemigo»).

Una de las pruebas más evidentes de cómo se ha 'deportivizado' nuestro periodismo es cómo hechos muy semejantes se tratan de maneras antagónicas haciendo depender ese tratamiento de la circunstancia de quién los protagonice. Una política socialista va en viaje misionero al África deprimida, y se le ataca desde un lado y se eligen las fotografías que más la ridiculicen (en medio del hambre, probándose trajecitos regionales) para informar de esa expedición, mientras que del otro lado se la defiende y se hace un cántico a su generosidad para con los menos favorecidos (e incluso se alaba su elegancia innata puesta a prueba por los trajecitos regionales).

Si la que viaja es una política conservadora a la América deprimida, fotos de besos a los niños de los suburbios e información en la que sale muy favorecida su labor humanitaria en las misma páginas en las que se atacaba a la política socialista, y fotos de risas no muy favorecedoras con fondo de pobreza absoluta (¿de qué se ríe en ese mar de miseria?) en el otro lado con algún comentario traído por los pelos del tipo «esta señora se va más allá del mar a ofrecer la ayuda que es incapaz de dar a los que viven aquí». O sea, «les aplastamos» a un lado o al otro. El hecho deformado para que se adapte a las necesidades de nuestro 'amigo' o enterrado en paladas de mal rollo para atacar a nuestro 'enemigo'.

Todo eso, que en los periódicos deportivos no deja de ser corregido por la inexcusable intrascendencia del asunto que se trata -unas huestes de multimillonarios persiguiendo un balón-, en los periódicos de información general resulta -para quienes no sean aficionados a un equipo o al otro- algo más que grosero. Si los periódicos se obligaron un día a hacer ondear la bandera de la objetividad y envolver con ella todo lo que publicaran -arriesgándose en cualquier caso a desprotegerse alguna parte del cuerpo para que por debajo de los colores de esa bandera aparecieran su ideología o sus intereses, es decir la declaración de quiénes eran sus amigos-, hoy parece claro que esa bandera no era más que un disfraz que se veían obligados a vestir para entrar en una fiesta: una vez dentro, la bandera se abandonaba en el perchero. Porque los periódicos, como las folklóricas, se deben a su público. Y el público de una folklórica tiene muy claro a quien se debe, como la afición de un equipo de fútbol tiene muy claro qué goles le gusta cantar.

Así que no hay nada que a cualquiera de los periódicos de información general les gustaría más que imprimir en su portada el día después de unas elecciones aquel titular magnífico de los periódicos deportivos: «Les aplastamos». No haría falta más que eso para que, dependiendo de la cabeza bajo la que ese titular apareciese, el lector supiese quién ha ganado las elecciones.

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