Picasso y el reto, diálogo con la historia

María Dolores Jiménez-Blanco
SUR Digital
Picasso abre las puertas a posibilidades insospechadas para el arte del siglo XX. Pero no es menos cierto que jamás dejó de mirar al arte del pasado, donde encontró un infinito catálogo de temas y formas y un espejo en el que mirarse.


'El Guernica' retoma formas identificadas con temas tan arraigados en la tradición como 'El rapto de las Sabinas' o 'Matanzas de los inocentes', así como las imágenes de los 'Desastres de la guerra goyescos'.

En 1975, Robert Rosenblum concluía un brillante ensayo titulado ‘Picasso and History’ con una frase que entonces resultaba irónicamente provocadora, afirmando que «el joven turco que una vez ocupó el corazón revolucionario del arte moderno puede ser también el último superviviente del renacimiento».

Casi treinta años más tarde, el carácter bifronte de la figura del malagueño es obvio. Es cierto que Picasso abre las puertas a posibilidades insospechadas para el arte del siglo XX. Pero no es menos cierto que jamás dejó de mirar al arte del pasado, que constituyó para su incansable ojo y para sus ambiciosos objetivos no sólo un infinito catálogo de temas y formas, sino también un espejo en el que medirse. Me refiero al pasado como una tradición artística entendida en su acepción más amplia, pues para Picasso incluye no sólo el arte europeo –desde el más académico al más popular y desde el más metropolitano al más periférico– sino también las tradiciones no occidentales, muy especialmente el arte africano. El cubismo que él inventó con Braque cambió definitivamente nuestra manera de entender la pintura, pues redefinió la relación de ésta con la realidad. En ese sentido, el cubismo ha sido considerado como una importante ruptura frente a una tradición inaugurada con la perspectiva renacentista. Pero también es cierto que en manos de Picasso la pintura nunca dejó de ser figurativa, ni dejó de tener en la forma humana una de sus más frecuentes inspiraciones, y por lo tanto puede considerarse como el penúltimo capítulo de una larga sucesión de imágenes que comienza en las culturas mediterráneas preclásicas.
Por eso, aunque Picasso fue contemplado durante gran parte de su vida como el iconoclasta por excelencia, como el artista radical que rompe amarras y lanza al arte del siglo XX a una nueva aventura sin final conocido, lo cierto es que, como señaló lucidamente Rosenblum sólo dos años después de la muerte del artista, en la imagen retrospectiva de Picasso cada vez parece ganar más importancia el componente histórico, de manera que hoy se nos muestra cada vez más como el colofón de la larga cadena de artistas que conforman las salas de nuestros más venerables museos. Algo a lo que, sin duda, contribuye también un cambio en la visión hegemónica de la historiografía de las últimas décadas. Porque frente al patrón vanguardista de la primera mitad del siglo XX, que destacaba militantemente los elementos de ruptura, la historiografía actual tiende a poner de manifiesto todo aquello que hable de continuidad en el tejido histórico, desde una perspectiva que pretende ser más aséptica.

Pero Picasso no sólo mira a la historia, sino que se mira en ella continuamente. Lejos de romper con ella, la contiene y la condensa. ‘Las Señoritas de Avignon’ puede entenderse como la última escena de harén del siglo XIX. ‘La Danza’ funde motivos y nombres aparentemente tan distantes como Grünewald y Carpeaux. ‘El Guernica’ retoma formas identificadas con temas tan arraigados en la tradición como ‘El rapto de las Sabinas’ o las ‘Matanzas de los inocentes’, así como las imágenes de los 'Desastres de la guerra' goyescos. Otros artistas antes que Picasso, como sus admirados David o Ingres, legitimaron sus propias obras acudiendo a referencias al arte de épocas anteriores, por lo que podríamos pensar que la posición del malagueño respecto al pasado no es más que una nueva forma de historicismo. Pero una de las grandes diferencias es que en Picasso existe siempre una distancia, una ironía y un sentido del humor que puede llegar a la crueldad, mostrando su implacable irreverencia incluso frente a los maestros que más admiraba. Algo que se hace especialmente patente en sus numerosas series de variaciones sobre las obras maestros de las tradiciones francesa, italiana o española, a las que dedicó gran parte de su trabajo en las últimas décadas. Hemos dicho ya que cuando Picasso habla de la historia, en realidad habla sobre todo de sí mismo, de su posición frente a ella y en ella. Y es que la relación de Picasso con la historia es apasionada e intensa, con momentos de arrobo y de tedio, de felicidad y de desencuentros, como toda historia de amor.

La dignidad de los clásicos

Pero la relación de Picasso con la historia, sobre todo en sus series de 'variaciones' sobre grandes obras maestras, además de plantear temas tan típicos de la modernidad como el carácter autorreflexivo del arte, plantea también una serie de importantes tensiones, que podemos resumir en binomios como ruptura-continuidad, creador-espectador, presente-pasado, o unidad-multiplicidad, todos ellos también inseparables de las reflexiones propias del arte del siglo XX. Incluso, en una vuelta de tuerca más, es fácil ver cómo los términos de las tensiones dialécticas que articulan la relación de Picasso con la historia llegan a alterarse hasta situarle en el lado opuesto al que inicialmente ocupaba. Así, el observador se ha convertido en observado, el presente en historia, el intérprete en maestro. Porque el tiempo ha hecho que la obra de Picasso sea observada reverencialmente por generaciones de artistas posteriores. Sus bodegones cubistas, sus retratos, sus desnudos o sus variadísimas esculturas han adquirido ya la dignidad de los clásicos, igual que las grandes obras renacentista, barrocas, neoclásicas o románticas.

Como un auténtico modelo lo consideraban, por ejemplo, algunos de los más celebres artistas de la Escuela de Nueva York, como Gorky, Rothko, Motherwell o Pollock, que llegaron a emular tanto sus formas como su actitud de rebeldía. Pero la estela de la obra de Picasso –no sólo del cubismo– en el arte del siglo XX es inabarcable, incuestionable, inagotable. Y además de a través de su influencia generalizada, el círculo de la relación de Picasso con la historia parece cerrarse de forma más llamativa cuando vemos cómo sus obras han sido a su vez modelos específicos y directos sobre los que se han realizado versiones, series de variaciones y transformaciones con la misma ironía y sentido transformador que él empleó frente a sus modelos pretéritos. Es el caso de los bodegones cubistas recreados con la imagen de las técnicas de los medios de reproducción masivas por el artista pop Lichtenstein, de las célebres series del ‘Equipo Crónica’, o los más recientes ‘Not Picasso’ de Mike Bidlo, por citar sólo algunos de los ejemplos más sobresalientes. La historia, con la que Picasso se midió tan ansiosamente, parece haberle dado la razón reconociéndole no sólo como parte de ella, sino como una de sus estrellas más destacadas. Picasso es considerado hoy no sólo un gran artista, sino una de las referencias inevitables para explicar el arte de su tiempo, igual que ocurre con Velázquez, Delacroix o Manet. Todos ellos, por cierto, admirados y versionados por Picasso.

El interés y la curiosidad de Picasso por obras concretas del pasado es extensible a un número infinito de fuentes, que mezcla desprejuiciadamente en muchas de sus pinturas. Pero quizá sean sus series de variaciones sobre obras maestras como ‘Las Meninas’ de Velázquez, ‘Le Déjeuner sur l’Herbre’ de Manet, o ‘Las Mujeres de Argel’ de Delacroix, las que mejor muestran su peculiar relación con sus fuentes, muy lejana a la de la mera copia con el modelo. Porque, como ha observado Susan G. Galassi en su excelente ‘Picasso’s Variations on the Masters’, lejos de reproducir servilmente las formas observadas en el original, en las variaciones de Picasso la obra nueva establece con la antigua una relación basada en el contraste tanto o más que en la similitud. De esta forma se desarrolla una reciprocidad en la que las versiones picassianas y la obra de partida se redefinen entre sí. Podemos pensar que este mismo es el caso de otros artistas como Francis Bacon, cuyas versiones sobre el ‘Retrato de Inocencio X’ de Velázquez han modificado de manera determinante nuestra percepción de este retrato barroco y, sobre todo, del personaje que lo protagonizó. Pero para ningún otro artista la relación con las grandes obras maestras de la tradición fue tan obsesiva, tan profunda ni tan llena de ansiedad como para Picasso, para quien se convierte en un reto crucial y sistemáticamente sostenido, que ocupa una parte muy significativa de su trabajo. Es una forma de sopesar su lugar en la historia, entendida como un proceso vivo en el que desesperadamente desea inscribirse cuando la actualidad artística parece alejarse de su camino.

La obra culminante de la pintura
De entre todas las series de variaciones, quizá sea la dedicada a ‘Las Meninas’ la más conocida en nuestro país. Esto es así no sólo por conservarse en un museo español, el Museo Picasso de Barcelona, sino también y sobre todo, por centrarse en una obra emblemática para nuestra historia del arte. ‘Las Meninas’ es considerara internacionalmente como una de las grandes obras de la pintura universal de todos los tiempos, pero para un español esta obra adquiere además el carácter de mito, de corazón de la tradición artística nacional, identificada con el sancta-sanctorum de nuestros grandes tesoros artísticos: el Museo del Prado. El mitómano Picasso no pudo escapar a la fascinación de esta obra, que aparece en su vida y en su obra de maneras muy diferentes hasta que, en 1957, le dedica una dramática suite de 45 pinturas. Cuando el joven Pablo Picasso contempló personalmente esta obra por primera vez, de la mano de su padre en la primavera de 1895, el cuadro aparecía ante sus ojos como «la obra culminante de la pintura universal», tal como rezaba el rótulo que, según cuenta Steiner en su famoso artículo sobre ‘Las Meninas’, acompañó a la obra durante años en el museo. En aquellos años de finales del siglo XIX, aún bajo la obsesión por la realidad percibida propia del realismo y del impresionismo, ‘Las Meninas’ era fundamentalmente aclamada por su naturalismo. No sólo era una prodigiosa representación visual de una escena, sino que además se trataba de personajes identificables en un lugar geográfico e histórico concreto. En este contexto hay que situar la frase de Theofile Gauthier ante el lienzo: «Ou es donc le tableau?».

Después, cuando Picasso llega de nuevo a Madrid en otoño de 1897 para asistir a las clases de la Academia de San Fernando, vuelve al Museo del Prado y sabemos que, además de copiar el Retrato de Felipe IV de Velázquez, realiza un dibujo parcial de ‘Las Meninas’, que incluye a la infanta Margarita y a María Agustina Sarmiento, los dos personajes que primero destacarían, sesenta años después, en su interpretación del cuadro. A diferencia de las clases, que encuentra insoportablemente aburridas, Velázquez le sigue seduciendo en las paredes del Prado. Es significativo que, sin embargo, en su próxima estancia en Madrid, ya realizada en 1901 bajo el signo del modernismo barcelonés y de la rebeldía frente a la autoridad paterna, prefiera el antinaturalismo del Greco al presunto naturalismo de Velázquez.

A pesar de este momentáneo cambio de valores, la obra de Velázquez, sin embargo, mantiene su vigencia como una presencia importante en la pintura de Picasso mucho antes de 1957. En realidad, en la apreciación de ‘Las Meninas’ se estaban produciendo importantes cambios que afectan a Picasso, siempre extremadamente sensible al ambiente. En el siglo XX, el virtuoso realismo de ‘Las Meninas’ comienza a verse como algo superficial, sólo aparente, capaz de cubrir una compleja red de incertezas, mientras que gana en importancia su profunda reflexión sobre el significado mismo de la representación pictórica, a través de la cual Velázquez plantea el problema de la posición del artista. Es, sobre todo, una imagen del momento de la creación artística y de su santuario, el taller, ese lugar al que Picasso dedica tantas y tantas obras a lo largo de toda su carrera. Desde este punto de vista, 'Las Meninas' adquiere una nueva trascendencia para un artista que, como Picasso, no había hecho sino reflexionar sobre los límites y las posibilidades de la pintura en particular y de la creación artística en general. En ‘Las Meninas’, Velázquez dejó abiertas tantas posibilidades de interpretación precisamente por su deliberada indefinición, por su forma de retar las convenciones de la representación tradicional describiendo varias realidades simultáneamente en una misma imagen: la de la escena propiamente dicha, la reflejada en el espejo, la de los cuadros que aparecen colgados al fondo, la de nuestro propio espacio, al que los personajes dirigen las miradas... Algo así no podía dejar de interesar a Picasso, cuyo cubismo precisamente había querido demostrar que no existe una única forma de contemplar y representar la realidad.

Pero además, otros factores de carácter emocional juegan un importante papel en la decisión de emprender la serie de variaciones sobre ‘Las Meninas’. La relación de Picasso con aquella «obra culminante de la pintura universal» había adquirido un cariz más personal cuando, en 1936, el gobierno republicano, en una calculada operación publicitaria, le nombró director del Museo del Prado. Nunca llegó a tomar posesión del cargo, pero el nombramiento adquirió un fuerte carácter simbólico para el pintor, que se sintió moralmente dueño de los grandes tesoros de la pinacoteca y, muy especialmente, de ‘Las Meninas’. Por eso no es casualidad que en 1957 decida adentrarse definitivamente en el taller de Velázquez al emprender las variaciones sobre ‘Las Meninas’.

Problemática relación con el presente
Picasso tenía entonces 75 años, la edad de su padre al morir, y se acababan de cumplir trescientos años desde que Velázquez pintó su obra maestra. Picasso estaba voluntariamente retirado de los grandes centros de novedades artística, París y Nueva York, pasando una dorada vejez en el soleado Midi francés. Pero su alejamiento no era sólo geográfico: los artistas entonces en boga, como los informalistas europeos y los expresionistas abstractos americanos, estaban más interesados por su pasado cubista que por su presente, testarudamente figurativo. Su permanente corte de admiradores no le impedía darse cuenta de que su relación con el presente empezaba a hacerse problemática. Y en su variaciones sobre ‘Las Meninas’ decide fundir presenta y pasado. El propio concepto de variaciones, que no habla de sucesión y superación, sino de simultaneidad y yuxtaposición, serviría para lograr este propósito. Esta es precisamente una de las claves de ‘Las Meninas’ picassianas: es un proyecto y una realización al mismo tiempo, no hay esbozos y cuadros porque ambas cosas son una misma. No se trata tanto de profundizar en el conocimiento y la recreación de una pintura concreta, por muy importante que esta sea, sino de profundizar en el propio acto creativo, en la propia conciencia del pintor, en su libertad. Se trata de confirmar que no hay una única forma de ver las cosas, ni mucho menos de representarlas. Es la misma reflexión que centra el cubismo, y que el encuentra reflejada en la deliberada indefinición de Velázquez. De este modo, Picasso intenta comparar su propia historia con la gran historia del arte, hacerlas equivalentes, incorporar la una a la otra. A través de ‘Las Meninas’, Picasso busca su propio lugar en la historia, como si necesitase confirmar, aliviado, que sus propuestas no son diferentes de las de los grandes maestros del pasado. No se trata de imitar, sino por el contrario, de absorber y transformar el legado del pasado. Algo central para toda la actividad artística de Picasso y capital para toda la modernidad. Así lo explicaba el propio Picasso a Sabartés ya en 1950:

«Supongamos que uno tuviese que hacer una copia de ‘Las Meninas’, si fuese yo, llegaría un momento en que me diría: supongamos que muevo esta figura un poco a la derecha o un poco a la izquierda. Entonces lo intentaría sin preocuparme de Velázquez. Casi seguro que me sentiría tentado de modificar la luz, o de ordenarlo todo de manera diferente según cambiase las posiciones de la figura. Poco a poco crearía una pintura de 'Las Meninas' que estoy seguro horrorizaría a los especialistas en copiar a los maestros antiguos. No sería Las Meninas que ví cuando miraba al cuadro de Velázquez. Serían mis Meninas».

Eso es precisamente lo que consigue en sus variaciones. Haciendo saltar audazmente a ‘Las Meninas’ por encima de trescientos años de arte, y mirando no al cuadro original sino a una postal en blanco y negro que conservaba cuidadosamente, Picasso altera el matizado cromatismo de Velázquez, la situación o las proporciones de los personajes, así como su número, y por supuesto, el grado de abstracción y el estilo, creando una serie de imágenes de carácter mucho más dinámico y dramático, en ocasiones de marcado sentido humorístico. A través de estas variaciones, que a menudo rozan la parodia, Picasso muestra tanto su respeto como sus distancia frente al modelo velazqueño, mostrando sus simpatía por las heterodoxias y ambigüedades perspectivas del sevillano. Pero, sobre todo, a través de estas variaciones Picasso se alinea con la reflexión velazqueña sobre la interpretación de la realidad en la imagen pictórica, sobre la propia naturaleza de la pintura y sobre la relación que, a través de ella se plantea entre realidad e ilusión. Una realidad que, además, en este caso, es una realidad pintada y, que ni siquiera está presente por sí misma ante el pintor, sino a través de una reproducción mecánica y, sobre todo, a través de la memoria. Velázquez, sin perder un ápice de su elegancia, había osado manipular las normas perspectivas, y Picasso quiere decididamente mostrar que es capaz de manipular al manipulador, de hacerse dueño de su imagen, de hacerse dueño de la pintura y, con ella, de la historia.

Con sus variaciones sobre ‘Las Menina’, Picasso se enfrenta a su propia identidad y a su propia historia a través del cuadro que mejor representa al mito del artista en la tradición española. Convirtiendo al artista por excelencia, Velázquez, en su modelo, Picasso se reafirma a sí mismo como pintor, más fuerte y libre. Consciente y deseoso al mismo tiempo de ser uno de ellos, se esfuerza por estudiar, conocer y dominar a los grandes gigantes de la historia del arte. Pero su posición, ambiguamente entre el respeto y la irreverencia, le sitúa en las antípodas de un simple ejercicio de pericia académica: se trata de un verdadero acto de libertad y afirmación personal. Para Picasso, conocer la historia del arte no significa estar sometido a ella, sentirla como una cadena aprisionadora: por el contrario, se apodera de sus valores reescribiendola de algún modo según sus propios ojos, como un amante reescribe siempre la historia de su amada.

María Dolores Jiménez-Blanco
Profesora de Historia de Arte en la Universidad Complutense de Madrid.

Autora de diversas publicaciones, entre otras, ‘España. Medio siglo de arte de vanguardia, 1939-1985’. (Colaboración), ‘Museo Picasso. Colección Eugenio Arias’., ‘Picasso clásico’, en Picasso ó -’Picasso and the Age of Iron’. Nueva York, Museo Guggenheim, 1993 (colaboración). Ha comisariado diversas exposiciones.


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